viernes, mayo 14, 2004

La flor más bella

Los pasos de María eran cortos, seguros, con prisa. Dibujaban mecánicamente los mismos ángulos, sus piernas se extendían hasta el tacón infinito de unos zapatos de sobrado rosa; sus pisadas se quedaban atrapadas de vez en cuando. Llegaba tarde al trabajo, casi una costumbre. Nunca calculaba el tiempo. Además, el fastidio de lo cotidiano no ayudaba. Pensar en horarios, el tren, el metro y un autobús, el coste de vivir fuera de la ciudad y justo al otro extremo. No es cuestión de pensar más en eso. Ya falta poco, atravesar el terreno abandonado, las chabolas. ¡Por fin! Ahí estaba, “La flor más bella”, un prostíbulo pobre pero que en medio de la miseria lograba dar alegría. Su arquitectura estaba sometida a las condiciones del terreno. Era una cuchilla, conforme se adentraba en él adelgazaba, se hacia más profundo y más solitario.
Nada de salida de emergencia o entrada para empleados, todos penetraban por la puerta grande, quizá por única. Directo al magno salón: luces de colores; formando un semicírculo, mesas y sillas plásticas con sus respectivos ceniceros y servilleteros; en medio, un escenario donde mujeres de carnes flojas o magras trataban de emular a grandes bailarinas. A la derecha del semicírculo, la barra del bar; a la izquierda, doce habitaciones: una cama, ineludible, una silla, un barreño y un cubo con agua. Las paredes eran ligeras, con unas arrugas que no terminaban de caer. Algunas veces se movían, cuando se arremetía con fuerza. Los colores variaban, no por estilismo sino porque lo único que permitía el cambio en las paredes era el desgaste hecho agujero o cuando el adelgazamiento las hacia trasparentes. Las viejas telas eras sustituidas por un trozo que apenas cumplía su requisito: tener el tamaño necesario para hacerse pared. Los clientes pueden olvidar que sus jadeos se escuchan pero tener un observador que vea su cara babeante, atónita o desesperada, eso no es agradable.
En “La Flor más bella” se trabajaba todos los días, todas las horas. Había bailarinas que vivían allí y otras, como María, que venían desde lejos. Quizás porque las primeras estaban un poco más ajadas, además de bailar y tomar la copa con el cliente también limpiaban el establecimiento. Eran doblemente bailarinas en la pista y en el escenario.
María se inventó una danza a la que llamó: “La danza de la flor de loto”. Un día, mientras veía cansina la televisión, quedó atónita ante un espectáculo donde se hacía la danza del vientre. Le gustó la idea e hizo su versión. Aparecía entre velos de caída tosca, un sujetador negro lleno de chaquira y espejos. Su flor de lis apenas se cubría por un vello negro, rizado, recortado en un triángulo minúsculo. Ahí en el escenario, con los ojos ausentes y sus caderas contoneándose en giros suaves, incitantes, una y otra vez hasta completar los dos minutos de su melodía, el final daba el nombre al baile. Terminaba sentada en flor de loto, mostrando su otra flor, cerraba los ojos y ocultaba el labio inferior tras sus dientes, dejaba escapar un gemido. Ahí estaba, cada noche, dos veces.
Esos pequeños espectáculos permitían aumentar las posibilidades de tener más clientes, más copas y seguramente ir a las habitaciones, invitación que María siempre aceptaba. En “La Flor más bella” no existía el letrero ‘Nos Reservamos el derecho de admisión’. Ése era su trabajo, a destajo, según lo hecho. Seis veces cada semana, día a día, la misma historia, el baile, los clientes habituales.
María algunas veces se cansaba de ir, como cualquier persona se cansa de la oficina o de la escuela. Pero los jueves solía ir con cierto fastidio. Tenía un ferviente devoto que aparecía cada semana desde la noche en que presentó su danza. Desde entonces, siempre en primera fila, en cada una de sus presentaciones y después en las habitaciones; dos bailes, dos cópulas.
Cada ocasión era lo mismo. Corrían la cortina, María se tumbaba en la cama y José le colocaba un limón entre las piernas. Decía que era la distancia justa, entre la inocencia y la perversión de su sexo. Cuando la distancia era menos le parecía una tapia, una pared que no invita a nada; cuando estaba más abierto le daba asco. Algunas veces tenía problemas porque las dimensiones de su limón variaban, hasta que ideó buscar el tamaño justo llenando un globo con harina. Pero éste se deformaba; decidió pulir un trozo de madera, entonces ya no temió que el sexo de María se esfumará.
Dice el dicho que ‘quien paga manda’ y José aprovechaba sus minutos comprados para decirle a María lo mucho que le gustaba su baile. Le parecía dulce sobre todo el final cuando su florecita se abría tímidamente. Le gustaba ese gesto de inocencia, ese pubis que apenas se inmutaba. Por eso compraba su sexo en cada ocasión, para descubrir ese hálito infantil. No podía destruirlo y la flor de María renacía, con el color más intenso pero siempre tímida, con unos pétalos que se tocaban entre sí.
¿Por qué le molestaba el tal José? ¿Quizá por el hábito de acostarse con ella después de su baile, por su periodicidad, por agregarle una rutina más? Quería decirle que ella era puta y servía para follar, sin explicaciones, sin fetichismos. Ella no reclamaba ni atenciones ni cariño y por tanto nadie podía preguntarle nada. ¿Por qué aparecía este gilipollas y se empeñaba en follar como lo hacía? ¿Por qué le pedía que terminara su danza abriendo su flor frente a él? Le aburría. Le molestaba pensar en esa innovación impuesta, que el final de su creación se viera condicionado. Los ojos ausentes se llenaban de fastidio y el gemido desaparecía. Ese baile era lo único que ella había creado y sólo por eso era feliz. María desapareció treinta días. A José le extrañó su ausencia pero se mantuvo fiel. Y el quinto jueves ella volvió. Todo parecía normal, el mismo baile, pero el final cambió: la flor dejó de asomarse, de tener pétalos rozándose tímidamente. Esa noche sólo necesitó un baile, y la distancia entre la inocencia y la perversión, para saber que la flor murió. Las distancias desaparecieron y el tiempo ganó.
María salía del trabajo a las seis de la madrugada. En invierno no le agradaba, tal vez porque la noche se expandía, se apodera un poco de la luz y el frío. Sus pasos se hacían lentos, sordos, y los tacones apenas se ahogaban porque iban haciendo surcos. Llegar y salir con la oscuridad en pleno le daba la sensación de que el tiempo no había transcurrido. En ese momento el cansancio le llegaba de golpe.
Era viernes, de madrugada, concluía el día más cansado de la semana. Su horario no se dividía por días y noches. No podía integrar a su vida de autómata las visitas de José. Salía enojada. Para colmo ahí estaba José, esperándola, ahí donde la hilera de chabolas terminaban. Le preguntó por su ausencia, el colmo de la intromisión. Y pensó que a él no le importaba, era un cliente solo de la puerta hacia adentro. No tenía derecho a preguntar nada, no tenía derecho ni siquiera a reconocerla por la calle. Era un acuerdo, “La flor más bella” era un mundo cerrado, sin nombres. Nada de lo que pasaba dentro tenía que salir. Pero calló y siguió caminando.
José estaba destrozado, le dijo que sólo intuía que le había pasado algo grave, algo que la cambió de manera profunda. María respondía silencios y muecas. María caminaba deprisa, sus tacones emitían un sonido apresurado, huidizo. Cortó el camino por el terreno abandonado. Mala decisión, sus tacones quedaron enterrados en la tierra y el taconeo se hizo lento y sordo. José sacó su cinturón, lo lanzó para pescarla y en un azar inoportuno, el cinturón atrapó la cabeza de María. Ella intentó correr pero el tac-tac-tac-tac de su fuga fue breve. Después unos gritos y luego nada.
El sol apareció lento, sin sorprenderse de nada. Cada día al asomarse al mundo se eclipsaban algunos objetos del día anterior y surgían otros. Ésa era una mañana normal. María quedo ahí tendida entre la tierra, un metro detrás de un zapato rosa..