Lo que se aprende
Era una niña cuando vi a la muerte visitar a mi familia; uno de mis primos había muerto ahogado en un río que pasaba cerca de la casa de mis abuelos, recuerdo que mi primo era un niño aún más pequeño que yo.
Recuerdo el velatorio y la larga semana de rosarios, aún a toda mi familia paterna en un ir y venir de la cocina grande, a mi abuela Aurora haciendo tortillas en un comal enorme, ahí con sus trenzas negras, sus rasgos duros, su piel seca, lloraba sin apenas notarse mientras daba vuelta a las tortillas. Una semana dando de comer a la gente de l pueblo que iba a dar el pésame o rezar el rosario.
Recuerdo al vendedor de pulque regalando un “cuero”, algo así como la piel de un borrego lleno de pulque
La casa llena de murmullos y sollozos, día y noche solo distinguía un sonido, los animales en el techo falso donde se guardaba el maíz. La última imagen: los padres muertos de dolor, abrazados.
La segunda vez. El mejor amigo de mi hermano, iba de “mosca” en el camión de la basura, una parada brusca y el niño cayó bajo las ruedas. Como se sabe, mejor muerto que lisiado, el conductor volvió a pasar las ruedas sobre el niño.
En otra imagen veo a mí madre, a mi hermano y yo misma, abrazados, llorando.
Mi padre nos encontró y no comprendió nada. Por aquellas fechas la relación de mis padres era muy mala, una bronca entre ellos dejo a un lado nuestro duelo.
La última ocasión.
La muerte de mí tía, una mujer a la que adoraba, aunque todo hay que decirlo, su sobrino preferido era mi hermano.
La última vez que la vi nos despedíamos, nosotros íbamos de vacaciones con mi abuela a Zihuatanejo; ella con su novio y sus amigos a Cancún. Guadalupe era la oveja negra, la que no llegaba a casa, la que fumaba marihuana.
Llegamos un sábado a media tarde, Beatriz, otra tía, y su novio estaban en casa. Mi hermano dormía. Tocaron a la puerta y era la hermana de Edgardo, el novio de mí tía.
Beatriz y Antonio bajaron, escuche llorar a Bety, Antonio subió y me dijo.
-No le digas nada a tu abuela, Guadalupe está muerta.
Ahí me quedé con mis trece años guardando silencio y dolor, intuía que el dolor de mi abuela sería mucho más grande que el mío.
Cinco días tardamos en enterrar a Guadalupe, no había aviones para traer el ataúd y el traslado se hizo en una camioneta por si fuera poco, en la funeraria descubrieron que el forense no había firmado la autopsia.
Veía a mis tíos y tías, desesperados, ésos que siempre reprocharon el comportamiento de Guadalupe.
No vi a mi abuela llorar pero la vi arrastrar durante años una depresión que tuvo como final que ella se arrojara desde un tercer piso.
De esa muerte me quedó clara una cosa: Demostrar mi amor y escuchar antes de juzgar.
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