Dos calles, dos pueblos.
Si camino dos calles más allá de mi casa, se ven las pirámides de Teotihuacan. Si miro hacia arriba, veo el cielo claro y por las noches, sin contaminación lumínica, miro las estrellas.
Las mañanas son extrañas, hay una niebla densa, tanto que no puedo ver el final de mi calle. Las ventanas amanecen empañadas, si me asomo al minúsculo patio trasero de la casa veo el mismo tipo de goteo que produce una lluvia espanta-tontos. Es un goteo tan peculiar que la primera vez que lo vi pensé que tenía una fuga de agua. También observé que esto solo se producía en las casas habitadas.
En mi calle sólo dos casas tienen habitantes permanentemente, las otras la usan los fines de semana.
Dos pueblos más allá.
Caminamos, pasamos San Pedro, San Antonio y llegamos a San Martín, los tres pueblos estaban muy engalanados, las calles eran mil caminos porque del camino principal salían desviaciones hechas con flor de cempasúchil hacia las casas, cada familia indicaba a sus muertos el camino hasta las ofrendas.
Sin embargo, lo más impresionante era visitar el cementerio, un porcentaje altísimo de tumbas eran de niños pequeñísimos, de menos de seis meses, algunos dentro de ese periodo de cuarenta días después de nacer, cuando las muertes coincidían con el pauperio, muchos de ellos estaban acompañados por su madre.
A Saltimbanqui le sorprendió que hubiera madres e hijos muertos el mismo día. Muerte de parto y de pobreza, porque la muerte perinatal es proporcional a la pobreza.
Había montículos de tierra, donde sospechábamos que había una tumba, otras, si estaban indicadas por modestas cruces de colores, azul, rosa y verde eran los colores más frecuentes, cruces hace tanto tiempo puestas que parecían equis cojas.
Luego estaban las tumbas con cubierta de mármol, pero ahí lo que cojeaba era la ortografía. “Recuerdo de tus ijos”, “te estrañamos”, “Descanse en pas”, “Que Dios Padre éste contigo”
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